miércoles, febrero 28, 2007

Salvaje Vietnam

No sólo sus paisajes parecen invulnerables a la evolución del hombre, también sus calles y casas vencen todo modelo impuesto por alguna de esas leyes de urbanización que sólo consiguen crear horizontes urbanitas aburridos en los que no merece la pena entretenerse. Son monoonía. Ninguna diferencia, a parte de la placa con el número de la vivienda, brota de sus fachadas.
La arquitectura de Hanoi tiene mucho de Francia aunque está impregnada de una frescura tropical que convierte a las Pho(calle en vietnamí,)en un sainete visual de colores y formas, con el único rasgo común de la estrechez de los inmuebles; y es que, el ayuntamiento cobra por tramo de ocupación vial, por lo que no es extraño encontrar frentes de menos de cuatro metros de ancho.
El vietnamí es salvaje cuando conduce, cuando vende, mientras vive. Salvaje porque vive hacia afuera, sin la presión de los roles de la sociedad que se empeñan en crear micromundos individuales en los interiores de las viviendas, haciendo de la vía un mero tránsito para trasladarse de una a otra cueva. En Hanoi se vive en la calle. Todo transcurre en el exterior, con la brisa pegajosa de los vientecillos tropicales, bajo los rayos tímidos del mes de febrero, y el sonido, casi mudo por las bocinas de las motocicleta, de los pájaros. Es energía, fuerza y espíritu, es vida. La ciudad donde nada ni nadie se para, donde no se desmontan de la moto para comprar el pan en puestos ambulantes ni para disfrutar de la actuaciones conmemorativas del Año Nuevo en los escenarios levantados para la ocasión cerca del Lago Hoan Kiem.
En una ciudad de entre tres y cuatro millones de habitantes, se calcula que diariamente circulan dos millones de motocicletas, unos pocos coches y unas cuantas bici-carros tirados por vietnamitas para disfrute del presuntuoso turista que prefiere ir cómodamente sentado, con cámara de video en mano, a esquivar el gentío y los montones de puestos que se amontonan diariamente en las calles, convirtiendo un simple paseo en busca de tabaco en una auténtica prueba de obstáculos, obligada y excitante.
La llaman la ciudad de los lagos donde las aguas serenas de sus lagunas neutralizan el bullicio de la superficie. Y es que basta con sentarse a la veira de la charca Hoan Kiem, cuando atardece, para contagiarse de la oscuridad y el misterio de la quietud de sus aguas e imaginarse, como cuenta la leyenda, a una gigantesca tortuga emergiendo de la profundidad del manantial para arrebatar al emperador Le Loi la espada con la que venció a la ocupación China y logró, tras diez años de cruel lucha, la indepencia de Vietnam en el siglo XV.
Hanoi es venta ambulante, mercancías que diariamente se expande por doquier, calles repletas de zapatos que se amontonan en las aceras; lonjas donde puedes comprar verduras, frutas, especias, hortalizas, pescados, carnes.Puestos de telas donde puedes confeccionarte un Ao Dais, el tradicional vestido de seda, largo y entallado, con aberturas laterales que las mujeres vietnamitas lucen, con orgullo, sobre pantalones.. Todo este alboroto ruge en el enredo de calles que componen el Barrio Viejo al norte del lago Hoa Kiem. Durante la época colonial, el nombre que se le daba a la calle se correspondía con el género con el que se comerciaba. Aquí, todas las avenidas se llaman Hang que significa, mercancía. Una de las pocas calles donde hoy se vende lo que indica su nombre es Pho Hang Gaio Calle de la Seda, que cruza longitudinalmente la teleareña de estrechas callejuelas en las que aparte de comprar puedes comer sentado sobre taburetes azules de plásticos que se apilan y desgajan según el número de comensales. Los fogones, nuevamente se amontonan en las esquinas. Una de las especialidades que se degustan en Pho Hang Cha Ca es un plato elaborado con un pescado autóctono, lang.
Aunque sólo sea para verlo con tus ojos, no puedes irte de Hanoi sin ver, ya no digo probar, uno de los platos que se consideran delicatessen: perro. Guauuuurgggg. En otro mercado, a tan sólo cinco minutos en motocicleta del Barrio Viejo, está Cho Am Phu o el llamado Mercado de los Muertos porque durante la persistente colonización de Indochina y la fuerte hambruna que produjo, aquellos que nada tenían se reunían alrededor de esta callejuela, y al alba se recogían los cadáveres de los que no sobrevivieron la noche. Hoy es un mercado, que puede provocar arcadas al recorrerlo, pese a que es tan sólo una hilera de unos doce puestos tanto a la derecha como a la izquierda y otros tantos en el centro en los que, nuevamente, verduras, carnes, pescados y frutas se exponen sobre mesas de madera donde, parece, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que se pasó la balleta. A paso rápido lo recorres en cinco minutos ida, y dos y medio la vuelta. Y por el camino, perros asados cual cordero, con las patas hacia arriba y el rabo tieso, escapando del ojo curioso de mi cámara.
Y para escapar del asfalto, un viaje en minibus hacia el mar del sur de China, al golfo de Tonkin donde se ubica la bahía de Halong. Menos de 200 km separan a la capital de Vietnam de esta maravilla natural, pero la relación espacio-tiempo se desfasa sustancialmente consecuencia de la bravía social que aún bivra por sus caminos. Nada de grandes autovías por las que vuelen coches. Conducir por las carreteras de Vietnam supone armonizar con todos los objetos rodantes (bicis, motos, carros, coches, camiones, buses...)y transeúntes (vendedoras de chubasqueros, puestos de frutas y hortalizas, barracas con agua y refrescos) la velocidad media de crucero para repartirse (me he rallado). Qué cuanta gente, que menudo caos, pero todos llegan donde quieren.
Siguiendo el curso del Río Rojo hasta su desembocadura en el Mar del Sur de China te sumerges en las mágicas aguas de la bahía sobre las que flotan unos misteriosos islotes que despuntan en el horizonte; masas de roca caliza que caprichosamente se han formado y son paisaje onírico magia y belleza percibida visualmente que trasciende y se convierte en ensueño.

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